Espera

El tiempo, ese concepto volátil, denso, difícil que nos define a través de la constante sucesión de instantes sobre los que no tenemos la mas mínima incidencia, unidades matemática y perfectamente medidas, que nos condicionan, nos mantienen sometidos a vivir bajo sus designios, prisioneros de un verdugo que nunca perdona.

La espera, esa medida de tiempo indescifrable, indefinible, que se agota lerda, pesada, casi como un muro inexorable, una muralla que no atiende a las necesidades humanas ni a los ruegos sentimentales de una fuerza como el amor,  pues cuando éste se presenta aquel transcurre presto, ágil, y, casi sin aviso se agota, muere ante nuestra impávida e inútil mirada, como si odiara envidioso, las sensaciones humanas, como si despreciara celoso la capacidad de querer.

Quizá haya modo de engañar el paso del tiempo, hacerle creer que su carrera es innecesaria y que debería disfrutar de la compañía, tal vez si lográramos engañar el tiempo, transcurriese de modo distinto, dejándonos admirar infinitamente la belleza de las sensaciones y regocijarnos de la presencia inmutable de ese alguien que llena el mundo con su brillo.

Si el tiempo se enamorara, no pasaría, si el tiempo se enamorara, nuestro trasegar por este mundo sería eterno, si el tiempo se enfrentara al amor, los latidos del corazón se le detendrían justo como pasa con los mortales, latiría al ritmo del encanto trascendente que tiene la decisión de darle rienda suelta a las fantasías y viajaría por siempre de la mano de la añorada compañía.

Esa mortal envidia, que nos liquida después de que transcurre sin impedimento, y que nada logra detener, es la razón para que odie el placer humano, pues aún sometiéndonos a la interminable espera del amor, podemos maravillarnos con su efímera llama y disfrutar cada instante como si fuera el último, cuando para el tiempo, los instantes son eternos.




Cristo...

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