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Y así comienza una sinfonía de latidos, que recorren todo el cuerpo en un crepitar constante, como la madera cuando arde de un fuego cálido y reconfortante, una sensación rápida y fugaz, que se recuerda por siempre, un inquietante sonido que le confunde, que le hace pensar en lo impensable y soñar infinitamente, una música que traspasa las fronteras de la realidad, que dibuja sonrisas en lo que toca, un sonido al que le han puesto nombre, el nombre que no deja de pensar cuando la sensación agradable que produce ese ser increíble se pasea por su mente, marcando indiscriminadamente todos los pensamientos con su aroma, con el sonido de su melodiosa voz, o el inquietante ritmo de su cuerpo al caminar que tanto le atrae, y es que cuando ella se interna en el pensamiento es inevitable sentirla en cada recuerdo, en cada memoria, en cada sensación, tanto que se vuelve constante pensar que se ha apoderado de él.

Que se apodera de su voluntad, y de la fuerza de su alma, porque ya no es suya, sino de ella, como es de ella el tiempo que tanto disfruta intentando hacerla feliz,  el esfuerzo que hace para completar su tranquilidad, para que su confianza sea mutua y pueda andar a ciegas tomado de su mano, de la de él, que es lo que tanto añora y espera.

El ritmo incesante de sus latidos, que llenan cada espacio de su vida, animados por una fuerza mística que se entre mezcla con su constante suspirar, solo tiene un origen, un nombre y un fin.

Ese fin es ella.




 Cristo...

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